Emilio Paniagua era un reputado actor de
teatro clásico en tiempos en los que es difícil vivir del teatro clásico y más
aún llegar a tener algún tipo de reputación. Sin embargo él se sentía muy
comprometido con su vocación y siempre que tenía una oportunidad se embarcaba
en la representación de alguna de sus obras predilectas. Por eso, cuando hace
seis meses le llamó su agente para ofrecerle una gira por todo el país
representando Romeo y Julieta, no se lo pensó.
Seis meses ya siendo Romeo seis de cada
siete noches, en ocasiones dos veces en una jornada, tal vez sean demasiado
para alguien con un temperamento excesivamente tendente a la empatía, como era su
caso. Se había enamorado para posteriormente morir sin lograr culminar su amor
más de 160 veces en el último medio año, y eso le ponía en una situación
emocional francamente inestable. Se preguntaba a menudo de qué le servía formar
parte de una profesión tan bonita como la de contador de historias (que así se
consideraba) si no podía cambiar nunca los hechos trágicos por otros más
amables. ¿Acaso los amantes no merecían un final feliz por una vez?
En ese estado de ánimo se encontraba cuando
comenzó la representación en el último teatro de provincias que tenían
contratado antes de ir a la capital. Al igual que en las últimas ocasiones
salía al escenario pensando: “esta noche lo haré, de hoy no pasa”. Pero sabía que probablemente esta vez tampoco se atrevería.
Todo iba bien, como siempre. Tenían muy
trabajada la obra y no parecía probable que se presentase ningún problema.
Pensó que si lograba tomar el veneno tras ver a su amada muerta, habría pasado
finalmente el peligro de que arruinase la función, y así lo hizo. Después de
todo era un profesional. Así, tras la intervención de Fray Lorenzo, oyó a
Julieta decir “Vete, vete, porque yo no
me quiero ir. ¿Qué hay? ¿Una copa apretada en la mano de mi fiel amor? Ya veo;
el veneno ha sido su fin prematuro: ¡ah cruel! ¡Lo has bebido todo, sin dejarme
una gota propicia que me sirviera después! Besaré tus labios: quizá quede en
ellos un poco de veneno, para hacer morir con un cordial”, y notó sus
labios sobre los propios, y no pudo refrenarse más. ¡Tus labios están calientes” dijo ella, y él comenzó a ponerse en
pié. Le sonrió y comenzó a explicarle que no había muerto, que el veneno había fallado
o que tal vez su beso le había devuelto la vida.
La cara de Julieta era de espanto, como el
murmullo que venía de la platea, pero hizo un verdadero alarde de reflejos y le
dijo “¡oh cruel espectro!, osáis atormentarme ante el cuerpo yacente de mi
amado, ¿acaso no es ya suficiente mi dolor?”, y cogiendo el puñal, se dio
muerte: “Esta es tu vaina: enmohécete
aquí, y hazme morir”. Entró el guardia con el paje de Paris y la obra
continuó hasta el final sin más sobresaltos.
Romeo estaba anonadado, después de todo no
había logrado modificar su trágico sino y además le había parecido detectar un
cierto malestar en sus compañeros de reparto. Nadie parecía comprender la
nobleza de sus intenciones. Estaba muy confuso y su confusión no decreció
cuando, ya en el papel de Emilio, recibió la noticia de su despido. ¿Acaso era
pedir tanto tener un final feliz sólo por una vez? ¿Tan difícil de comprender
era que la tristeza en la que le sumía cada noche la desgracia de Romeo se le
hacía insoportable?
Esa misma noche volvió a su casa y unos días
después llamó a su representante para comunicarle que se retiraba de la profesión.
Éste trató de convencerle para que no lo hiciese. Le dijo que en unos meses se
olvidaría o se convertiría en una anécdota divertida, que después de todo las
cosas que pasan en los teatros de provincias no trascienden, que por eso se
empieza siempre por ellos y que la representación había continuado con el sustituto
con considerable éxito. Pero su decisión era firme y el argumento de la escasa
importancia del incidente no podía ser más desafortunado. En el fondo no se
retiraba como consecuencia de su actuación, sino que le resultaba inasumible
darse cuenta de que mientras que a él se le hacía insoportable la desgracia de
Romeo, a éste le resultaba completamente indiferente la de Emilio. Los
personajes son todos unos ingratos, no merece la pena consagrarles la vida.
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