viernes, 2 de diciembre de 2011

SÓLO UN PARQUE CON ALMENDROS


Nunca le había gustado mirar por las ventanas, le resultaba artificial la contemplación de la vida enmarcada, pero esa tarde, precisamente cuando más alerta contra las distracciones necesitaba estar, al ponerse en pie cometió la imprudencia de lanzar una mirada fugaz a la que se encontraba a su derecha y fijarla, bien que brevemente, en una flor blanca, pequeño regalo de un almendro que a él, sin embargo, le evocó otro presente blanco pero en su caso de un cerezo y con ello se desplazó mentalmente del pequeño parque urbano visible a través de la ventana a un gran jardín, al jardín de los cerezos de los Gáiev, concretamente. Y tan intensa fue su ensoñación que comenzó a escuchar claramente los sonidos que de la guitarra extraía Epijodov, las quejas de Iasha, la cháchara de Gáiev, las admoniciones de Lopajin o, en fin, las lágrimas de la desdichada Liubov Andreievna ante el estanque donde murió el pequeño Grisha, lágrimas que Chéjov convirtió en inmortales al mojar su pluma en ellas.

Siempre había despertado en él esa obra sensaciones contradictorias, le irritaba sentirse apenado por el destino que corrían esos personajes pese a que sin duda lo consideraba merecido por su inconsciencia, sin embargo su ensoñación, la experiencia de pasear tan vívidamente por el jardín, le hizo de repente comprender y se permitió, tal vez por vez primera, no juzgarlos con dureza, sino con la empatía necesaria ante la debilidad humana necesaria para comprenderlos.

Tan inmerso se encontraba en su imaginario paseo que hasta creyó oir claramente el sonido de los hachazos que, junto con el de los cerezos, anuncia el final de la obra. El rítmico golpeo le sobresaltó, pero hasta que no oyó la irritada voz que le acompañaba y que decía su nombre no sin cierta brusquedad, no cayó en la cuenta de que no era un hacha sino un pequeño martillo lo que producía aquel sonido. Volvió a ser él justo en el momento en que se creía haber convertido en el viejo Firs, tal vez por identificarse con su triste destino.

Al despedirse del sentenciado jardín, se dio cuenta de que paseando por él no había escuchado su propia sentencia, pero era consciente de que la una no podía diferir mucho de la otra, y perdió entonces la serenidad que le había acompañado durante todo el juicio que le provenía de su convicción en la justicia de sus acciones y en la necesaria verdad de los ideales que defendía y que le habían conducido hasta allí. La breve contemplación de una flor le había hecho perder la presencia de ánimo de la que tan orgulloso había estado hasta ese momento y con la que pretendía dar ejemplo a los suyos. Lamentó en ese momento no ser capaz de transmitir la última enseñanza que había obtenido de su vida de lucha y le dolió que esa, tal vez su última idea, pudiera morir con él: a los reos a quienes se les pide la pena capital habría que juzgarlos en salas sin ventanas porque por muchos jardines de cerezos que se sueñen la realidad acostumbra a no ser más que un escueto parque con algún que otro almendro triste.







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