lunes, 12 de diciembre de 2011

LE VRAI MOLESKINE N’EST PLUS

Ni la propietaria de la papelería de la calle de l’Ancienne Comédie ni el de la pequeña imprenta familiar de Tours gracias a los cuales hasta 1986 se podían conseguir libretas Moleskine, fueron conscientes del efecto que su anuncio de dejar de venderlas la una y de dejar de fabricarlas el otro tuvo sobre la vida de Philippe Chatel, un humilde tornero fresador parisino para el cual el gasto que hacía en esos cuadernos era el mayor, y tal vez el único lujo que se permitía.

Él estaba presente cuando el escritor Bruce Chatwin se llevó todos los cuadernos que quedaban en la librería donde ambos se abastecían, como antes lo hicieran Picasso o Heminway, y tuvo que ver como delante de él, la propietaria colgaba un cartel que rezaba Le vrai Moleskine n’est plus y que para él supuso el fin de su vida como escritor: sencillamente no concebía tomar notas en otro cuaderno que no fuese su Moleskine de toda la vida. En realidad su vida como escritor era una realidad paralela, ya que jamás había escrito nada que no fueran las notas de sus cuadernos, pero él era de la opinión de que ser escritor no era tanto una profesión como un estado de ánimo y puesto que el se consideraba a sí mismo como tal, nadie podía poner en duda que lo fuera.

El día que se quedó sin la posibilidad de contar con su compañero de viaje inseparable, y para él indispensable, de su vida literaria, decidió ponerle fin sin más y el Philippe escritor se suicidó simbólicamente encerrando todos sus cuadernos en un cajón con llave. Años más tarde, cuando le contó todo esto a Amélie, quien se había convertido en su mujer y madre de sus hijos (dos gemelos varones y una niña, la menor), ella se rió. «¿Qué clase de escritor es uno que sólo escribe, perdón, uno que sólo escribe notas?», le preguntó. «Uno que se prepara concienzudamente», contestó él ofendido, y ella, al ver su enfado, le dijo que un escritor de verdad, uno que realmente necesitara escribir, o bien se habría suicidado de verdad, o bien habría seguido escribiendo en otro cuaderno. «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo», fue todo lo que pudo contestarle, aunque en el fondo pensó que tal vez ella tuviese razón.

Su vida de tornero fresador continuó sin sobresaltos, como había transcurrido la de escritor, al menos hasta 1998, cuando sorpresivamente, del mismo modo que desaparecieron, los Moleskine volvieron a ponerse a la venta. Inmediatamente retomó su antigua costumbre de hacer anotaciones en su cuaderno, sólo que esta vez tuvo que convencer a su mujer de la oportunidad del dispendio, cosa que no logró sino con el abandono a cambio de su único otro vicio conocido, el tabaco. Ella quedó encantada porque siempre destestó lo que consideraba un hábito desagradable y malsano, y él quedó igualmente satisfecho porque en realidad nunca hasta que dejó de escribir sintió la necesidad de fumar, y ahora desde luego ya no la sentía en absoluto. Fumaba únicamente para ocupar el vacío que la escritura le había dejado. En cualquier caso, periódicamente ella trataba de convencerle de que usase un cuaderno normal y corriente, que en cualquier papel se podía escribir sin tener que gastarse 10€ en un cuaderno que además apenas le duraba quince días, y en esos casos siempre contestaba él con la misma letanía: «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo».

Amélie jamás sintió la necesidad de leer aquellos cuadernos, tampoco sabía si su marido se lo habría permitido, pero en 2007, tras la muerte de su Philippe, un día que accidentalmente se topó con el último de ellos, sintió imperiosos deseos de hacerlo. Al principio, simplemente lo cogió para dejarlo con los demás, pero cuando los vio allí todos juntos se dio cuenta de hasta qué punto le echaba de menos y de que tal vez, si los leía, le sentiría de nuevo más cercano.

Más que notas preparatorias para un libro o unos cuentos, aquellos cuadernos eran un completo diario sentimental de lo que había sido la vida de su marido, una vida sentimental que a menudo le ocultaba, ya que era de natural callado, una vida que ella habría dado gustosamente cualquier cosa por compartirla, una vida de la que ella, su amor por ella, era el único y absoluto protagonista. «¿Las cosas hermosas nunca dichas no son acaso un desperdicio?», se preguntaba, aunque lo que realmente quería saber era porqué no se las había dicho nunca a ella. Aunque al principio sintió pena por haber vivido al margen de las palabras hermosas, pronto comenzó a contagiarse de la extraña magia de los Moleskine, y al final, para cuando llegó al último cuaderno, ya se sentía completamente entregada a ella e incluso se alegraba de que la belleza, el amor que había inspirado en la vida de su marido, hubiesen quedado registradas para siempre en aquellos cuadernos para poder acudir a ellos siempre que quisiera, para poder recordar su felicidad pasada no sólo a través de su memoria, como pueden hacer todas las personas, sino también a través de los ojos de su marido.

El último cuaderno terminaba con una anotación dirigida a ella, lo cual, tras la sorpresa inicial le convenció de lo que ya ella había decidido, que él siempre supo que ella los leería, que escribía para ella. La nota final decía: “Mi querida Amélie, muy pocas personas tienen el privilegio de vivir dos vidas, y casi ninguna tiene la suerte de poder resucitar en una de ellas. Yo lo he tenido, y ahora que sé que se acerca el final de todas mis vidas, me pregunto si no habré desperdiciado mi privilegio usándolo en la equivocada: daría cualquier cosa por poder usarlo en la que día a día hemos compartido, aunque durase un único, magnifico y eterno segundo, a tu lado habría merecido la pena, porque el verdadero milagro que he vivido, ha sido compartir mi vida contigo. Te amo”.

Unos días después, Amélie despertó una noche sobresaltada por una idea, algo para lo que a duras penas pudo esperar al día siguiente para comenzar a preparar, aunque no le quedó otro remedio porque no conocía el teléfono de un marmolista de guardia que pudiese acudir urgentemente al cementerio para que cuando ella fuese a ver a su marido, cada quince días, a hablar con él y llevarle el Moleskine que puntualmente le comprase el decimocuarto día en la Rue de l’Ancienne Comédie, pudiera leer en la lápida de su marido:






Philippe Chatel
1936-2006
Marido, padre, escritor

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