miércoles, 7 de diciembre de 2011

LAS CENAS PUNITIVAS Y OTRAS PENITENCIAS

Mary Elisabeth St. James, elegante señora vocacionalmente natural del condado de Yoknapatawpha, se orinaba cada noche en la sopa que, religiosamente, le preparaba a su marido. Era una forma de castigarle, justamente, por haber hecho que se enamorara perdidamente de él, siendo como era un autentico compendio de todas y cada una de las cosas que le molestaban en un ser humano. A tan gran afrenta sólo se podía contestar con algo que fuera realmente escandaloso para poder compensarlo y llevar una existencia medianamente pacífica y feliz en lo posible.

Él, por su parte, hacía tiempo que había atado cabos sobre su penitencia gastronómica (confirmó sus sospechas cuando a la vez que su mujer se volvió diabética, su cena se volvió dulce), pero jamás le reprochó nada y soportó abnegadamente un castigo que si no creía merecer sí era consciente de deberle su estabilidad matrimonial.

Si peculiar era el sentido del honor de la señora, no lo era menos el del humor, y ambos le impelían periódicamente a añadir al gastronómico alguno que otro castigo accesorio para protestar por algún aspecto concreto de los muchos que le desagradaban de su marido. En cierta ocasión, celosa del mucho tiempo que él le dedicaba al trabajo, algo que no llegaba a entender porque los hombres de su familia siempre se habían dedicado en exclusiva a sus tierras y a dilapidar sus cuantiosas herencias, le encargó que, de camino al trabajo, le insertara un anuncio por palabras en el periódico del condado. El texto del anuncio se lo dio en una hoja sin sobre y sin doblar, para evitar que la honradez de su marido le impidiera leerlo o fuera menos intensa que su curiosidad, pero por si acaso era así le pidió que antes de publicarlo lo repasara por si se le había escapado alguna inoportuna falta de ortografía. Con lo que no contaba era con que, después de leer la nota, su honradez y su sentido del honor llevaran a su marido a publicar igualmente un anuncio mediante el que se solicitaba “marido a tiempo parcial para solventar las carencias que la profesionalidad del titular de la plaza provocaba en la vida afectiva y sexual” de la anunciante, quien afortunadamente no se daba a conocer más que por un apartado de correos.

Cada lunes a partir de entonces, año tras año, el marido recogió las cartas del apartado, como por otro lado había hecho siempre, y se las entregaba sin violar jamás la intimidad de la sorprendida esposa quien, si bien en principio se escandalizó y se ofendió genuinamente con él, poco a poco comenzó a sentirse halagada y a divertirse como nadie jamás antes lo hizo con una correspondencia que de todos modos jamás abría. No lo habría considerado aceptable para una mujer casada.

Próximo a la edad de jubilación, el marido decidió que había llegado la hora de abandonar los negocios y vivir de unas rentas que con los años habían superado ampliamente a las mucho más aristocráticas, eso sí, de su mujer, y se lo comunicó con una carta a su apartado de correos, aunque con el nombre completo del destinatario para que no se quedara sin abrir como las demás, mediante la que solicitaba el reingreso en la vacante a tiempo completo y adjuntaba, por si era de su interés, un breve curriculum en el que detallaba lo que él consideraba sus méritos para obtener un puesto que siempre había deseado pero que las vicisitudes de la vida le habían impedido solicitar hasta entonces en tiempo y forma.

Ella, fiel a su tácito pacto de silencio, jamás le comento nada de su solicitud ni del resto de las que ocupaban un pequeño cajón de su cómoda, pero esa misma noche, a modo de credencial, le puso de cenar una ensalada y un filete.

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